Desde que tengo memoria, los días más felices en nuestra grande familia (cuando digo grande, quiero decir un chinga-madral, o sea muchos muchos) eran los días de muertos.
Pasa que más allá de otras festividades y/o actividades religiosas o de fiesta, era la época en que nos reuníamos en casa de los abuelos y nuestro patriarca se ponía a enumerar a toda su parentela, vivos y muertos y a recordar algún pasaje de ellos. Nos sentaba a los pelones frente al altar y nos comenzaba a contar, no muchos nos esperábamos o teníamos la paciencia para escuchar, prefería la mayoría salir a jugar.
Y entonces era cuando te enterabas que tal pariente había sido así o asá, que tal familia tenía parentezco con la nuestra por parte de tal, etcétera. Además de que había fruta, mucha fruta... esos días y los siguientes. En la escuela era común llevar naranjas y ligas, para armar proyectiles con la cáscara y andar molestando gente. Había "operativos" liga para detectar a quien llevaba, algunos nos las poníamos en los brazos hasta arriba de la camisa, para no ser detectados.
El pan de muerto que se ponía en el altar podía durar días (semanas), aún ya duro se podía disfrutar con un café por la mañana o con leche por la noche.
Luego estaba lo de ir al panteón (el campo-santo) a limpiar el hogar de los bisabuelos y otros parientes, a adornar con flor de cempasúchil y mano de león para que el uno de noviembre, día de todos los santos, pudieran salir las almas de sus tumbas y convivir con su parentela ahí presente.
Por la noche del día dos entonces se podía comer todo lo que se ofrendó a los difuntos. Así que más alegría para nosotros que eramos unos chiquillos. Podíamos comer casi sin limitación cualquier fruta de las puestas: manzanas, naranjas, jícamas, tejocotes, plátanos morados, plátanos amarillos y otras que sólo teníamos a nuestro alcance ese día.
Aparte, era normal y común salir a pedir "calaverita"
— Queremos calavera, queremos calavera (cantadito)
Las familias nos abrían sus puertas y para acceder a tener la "calaverita" tenías que pasar a rezar, con un padre nuestro y unas dos aves marías podías garantizar una buena bolsita. En ocasiones había observadores muy severos, y si no había pasión en las letanías, no había recompensa, que consistía en fruta y pan. Alguno que otro despistado, te daba dulces.
Así que siendo pequeños y con tanta comida y calaveritas por aquí y por allá, no había motivo para estar tristes. Ni siquiera los adultos, que recordaban a sus viejos.
Ahora parece que hay menos de eso y mas Halloween, pero nuestros muertos vivirán tanto como los recordemos, con fiesta o sin ella, con ofrenda o con un vaso de agua y un cirio prendidos en su honor.
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