Cuando éramos pequeños, como a tantos niños nos fascinaba la historia del conejo de la luna y el dios Quetzaltcoatl, entornando lo corta vista tratábamos de imaginar y verla moverse.
Con el tiempo y como suceden las historias de cuando nos hacemos adultos y responsables —además de torpes—, dejamos de mirar al cielo.
Hoy debo decir, nos levantamos sólo para tratar de ver a la luna en su esplendor, ahora la intentamos captar y aquí que se ha dignado a ser captada por nuestros débiles —pero con ayuda— oclayos.